miércoles, 23 de marzo de 2011

Las Dos Realidades de la Oración


La oración es uno de los privilegios más grandes que Dios concedió a su pueblo, un medio de gracia que busca nuestra edificación, consuelo y alivio. Por otro lado, es nuestra expresión de adoración y gratitud a nuestro Padre Celestial.
Para entender la oración, es necesario conocer la realidad de quien está involucrado en este diálogo. El gran teólogo Charles Hodge observó con precisión que “la oración es el diálogo del alma con Dios (…). Un hombre sin oración es totalmente irreligioso. No puede haber vida si no hay actividad. Así como un cuerpo está muerto cuando cesa su actividad, de la misma forma el alma que no se dirige en sus acciones a Dios, que vive como si no hubiera Dios, está espiritualmente muerto”[1].
Uno de los símbolos de fe de la Iglesia reformada, el Catecismo Mayor Westminster, nos ayuda a profundizar más en este tema con la pregunta 178 que dice: “¿Qué es la oración?”, y entonces contesta: “La oración es un ofrecimiento de nuestros deseos a Dios, en el  nombre de Cristo y con el auxilio del Espíritu Santo, y con confesión de nuestros pecados en un reconocimiento agradecido de sus misericordias”[2] (Salmos 62:8; Juan 16:23-24; Romanos 8:26; Deuteronomio 9:4; Salmos 32:5-6).
Según esta definición, percibimos claramente la necesidad del hombre del auxilio de Dios para su vida en todo. Las Escrituras hablan acerca de la oración e insisten en la necesidad que tenemos de buscar a Dios a través de ella. A. W. Pink nos ayuda a entender esta verdad cuando señala que “un creyente que no ora es una contradicción de términos… tal como un aborto es un niño muerto, así también el creyente profeso que no ora está despedido de la  vida espiritual. Oración es como la respiración de la nueva  naturaleza de los santos, del mismo modo que la Palabra de Dios es su alimento[3]”. 
Sin embargo, al mismo tiempo donde la Biblia nos muestra la necesidad del hombre de orar, también nos muestra la suficiencia de Dios para responder a las necesidades del hombre. En el final de la oración de Jesús en Mateo 6.13 que dice:Porque  tuyo  es el reino y el poder  y la gloria por siempre. Amén”. La interrogante del artículo 196 del Catecismo Mayor dice: “¿Qué nos  enseña la conclusión de la oración del Señor?”, y  entonces responde: “La conclusión de la oración del Señor nos enseña a consolidar nuestras peticiones con  el argumento  que deben ser derivados, no en cualquier mérito que tenga en nosotros o cualquier otra criatura, sino en Dios; reconocemos en  nuestras oraciones a Dios solamente la soberanía perpetua, omnipotencia y excelencia gloriosa; en virtud de que él, como quiere y  desea ayudarnos, así, por la fe, nosotros somos animados e instados a realizar nuestras peticiones sabiendo, confiados y  tranquilos que seremos atendidos”[4].  (Mateo 6:3; Job 23:3; Jeremías 14:20-21; Deuteronomio 9:4,7-9; Filipenses 4:6; 1º Crónicas 29:10-13; Efesios 3:20; Efesios 3:12; Hechos 10:19-22; 1ª Juan 5:14; 1ª Corintios 14; Apocalipsis 22:20-21).
Por lo tanto, delante de estas definiciones que la palabra de Dios presenta respecto a la oración y la historia de la Iglesia de Cristo confiesa, es esencial que practiquemos este principio de la vida cristiana.
No perdamos  de vista estas dos realidades de la oración: Necesidad del hombre y Suficiencia de Dios. En la vida tenemos muchas necesidades, pero la verdad es que no estamos  abandonados: tenemos un Dios Todopoderoso a nuestro lado que provee para todas las  necesidades de Su pueblo y para ese propósito ha  instituido la oración.
Por esto, no borremos de nuestra mente la perspectiva de las Santas Escrituras sabiendo que, como dice Calvino: “Con la oración encontramos y desenterramos los tesoros que se  muestran y descubren a  nuestra fe por  el Evangelio[5].


[1] Charles Hodge, Systematic Theology, Grand Rapids, Michigan, Erdmans, 1976 (Reprinted). Vol. II, p. 692.
[2] O Catecismo Maior de Westminster, (São Paulo, Editora Cultura Cristã), pergt. 178.
[3] A. W. Pink, Enriquecendo-se com a Bíblia, (São Paulo 1988, Editora Fiel, 2º edição), p. 39. 
[4] O Catecismo Maior de Westminster, (São Paulo, Editora Cultura Cristã), pergt. 196.
[5] João Calvino, As Institutas, III.20.2.


Rev. Leandro de Almeida Pinheiro

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